viernes, 16 de enero de 2009

OTRO DIA PARA NACER

I

La sala de emergencias bullía de actividad ese día. La protesta estudiantil había desatado actos de vandalismo en distintos puntos de la ciudad y los lesionados de diversa gravedad, llegaban al hospital sin dar tregua a los profesionales de turno.
Indiferente al ir y venir de los médicos y enfermeras que luchaban por salvar vidas en una cruzada sin fin, una mujer sumida en un coma profundo y anónimo, esperaba silenciosa el rumbo que tomaría su vida de allí en adelante.
-¿Han ubicado a algún pariente?. –preguntó en voz baja la enfermera de turno, mientras chequeaba el pulso de la mujer tendida sobre una camilla. Pese al diagnóstico de muerte cerebral hecho por el neurocirujano, el corazón de la paciente continuaba latiendo con vigor y normalidad, rebelándose al dictamen del médico. Sin necesidad de respirador artificial, la mujer se aferraba a la vida como si una misteriosa esperanza la mantuviera atada a esta tierra.
-Una vecina la trajo. Dijo que hace años vive sola y trabaja en un bar de mala muerte en el puerto. –respondió el auxiliar mirando a la mujer y después agregó con lástima. - ¡Seguro fue muy hermosa!… en su juventud. ¡Que desperdicio!… Mujeres tan bonitas destruidas por la droga.
-Los exámenes demostraron lo contrario...¡Ella está limpia! –lo reprendió la enfermera mientras ordenaba la sábana para ocultar el cuerpo semi- desnudo de la mujer y agregó molesta. -No sabemos...Tal vez ella puede oirnos y tu hablando leseras. Mejor anda y busca a la mujer que la trajo para averiguar algo más.
-¡No sé tu nombre!. –dijo la enfermera cuando quedó a solas con la paciente, quitando con delicadeza un mechón de cabello para despejar su frente. –En tu rostro se adivina una vida de sufrimientos, soledad y dolor. –sin querer recordó a su hija mayor que justo ese día, celebraba su cumpleaños N° 35 y sintió remordimientos por no estar a su lado. –Si al menos pudieras hablar y contarme que ocurrió o darme tu nombre…yo podría llamar a tus padres, tu esposo…tus hijos. –con ternura tomó su mano fría para entibiarla entre las suyas y mirándola agregó con tristeza. –Si alguien no llega pronto y te reclama…

II (IRENE)

Cerca de las seis había amanecido con la temperatura mas baja del año y una delgada capa de escarcha cubría el pavimento y el pasto de los jardines. Algunos transeúntes caminaban rumbo a sus trabajos apurando el paso y se frotaban las manos para entrar pronto en calor. El frío calaba hasta los huesos y el sol que tímidamente se asomaba, no alcanzaba ni para entibiar el espíritu. Envuelta en su largo y añejo abrigo de piel de conejo, recuerdo de años más prósperos, Irene abandonó el cabaret exhalando volutas de vapor de su boca. Estaba exhausta y solo pensaba en una buena ducha y un par de horas de sueño reparador que le devolvieran el alma al cuerpo después de otra noche de “martes espectaculares a mitad de precio”. Se ganaba menos pero se trabajaba tanto como si fuera viernes o sábado.
Cuando al fin salió del local nocturno después de ayudar a Ernesto a cuadrar la caja, vio su reloj y eran pasadas las 8.30 hrs. Carmen; la cajera estaba en cama con una gripe de los mil demonios y su jefe se declaraba nulo con las cuentas. Irene no podía negarle su ayuda…¡Al fin y al cabo!, él fue el único que le tendió una mano y le dio trabajo cuando había tocado fondo y todos le dieron vuelta la espalda .
Pese a sus cuarenta recién cumplidos y un cuerpo envidiable, delgado y con excelente musculatura; cosa de genética según ella, Irene lucía mayor. La falta de cuidados, el cabello opaco y pajoso por años de malas tinturas, el exceso de maquillaje, los trasnoches, el tabaco y el alcohol habían dejado su huella en el rostro marchito, surcado con mil pequeñas arruguitas profundas y superficiales que si tuviesen voz, hubieran relatado una vida de errores y sufrimientos.
Los altos tacones sonaban huecos sobre el empedrado haciendo eco en el silencio que a esa hora reinaba, en las callejuelas estrechas tan típicas del puerto. El océano con su vastedad celeste medio grisácea a esas horas tempranas, se asomaba por entre las esquinas y luego se escondía al avanzar por la calle, como jugando al escondite.
Irene adoraba el mar y esa había sido una de las razones para permanecer en la zona. Su hija había sido la otra pero por ahora…No quería recodar. Estaba exhausta y en ese estado los recuerdos dolían, casi tanto como sus pies maltrechos entre las huinchas de sus sandalias de charol.
Un extraño murmullo proveniente de algún lugar no muy distante llamó su atención. Apurando el paso para no perder la pista al sonido que parecía ir avanzando en su misma dirección, Irene caminó hasta un mirador desde donde se tenía una mejor visión del centro de la ciudad. Sentía curiosidad por averiguar el origen de aquel ruido parecido a un coro de gaviotas celebrando asamblea. Al llegar a esa especie de balcón abierto sobre el cerro, el murmullo se transformó en un multitudinario coro de voces juveniles. Un millar de jóvenes vestidos con sus uniformes de colegio, marchaban ordenadamente por la avenida principal rumbo a la plaza de la ciudad mientras entonaban a todo pulmón himnos de protesta.
-¡Jóvenes!. –dijo pensando en su propia hija que a esas alturas tendría dieciséis años, dos meses y tres días.
El día de su cumpleaños tal como hacía cada año desde hacían diez años, había llamado justo a las 7.30 de la mañana; la hora exacta de su nacimiento. Como si fuese un ritual previamente establecido, Irene insistía hasta que era su hija quien respondía personalmente el teléfono. Ella entonces la escuchaba sin pronunciar palabra sintiendo que su corazón explotaba de orgullo y amor.
-¡Aló, aló!. –respondía la joven con su voz ronquita, cuyo timbre había ido cambiando con el paso de los años.
Nunca supo lo que Román le contó después de su partida pero intuía que su hija sabía que era ella, quien cada 24 de marzo llamaba sin faltar y por eso alargaba la llamada con insistentes ¡aló, aló!, con la secreta esperanza, de escuchar la voz de su madre al otro lado de la línea.
Irene se atoraba pensando en todo lo que le diría si la vergüenza no le impidiera hablar y se contentaba con escuchar su voz. Esa voz que extrañaba más que a nada en este mundo y que tenía la virtud de darle sosiego y gozo, liberándola por un instante de sus culpas.
En silencio escuchaba con un torbellino de emociones estallando en la punta de su lengua. Si pudiera hablar le diría, que la amaba por sobre todas las cosas y que cada noche miraba su foto para no olvidar ese rostro de pajarito con enormes ojos castaños. Le pediría perdón por abandonarla y por abandonarse ella misma muchos años antes, cuando su inmadura egolatría desdibujó la realidad desfigurándola y la sumió en la depresión. Le diría que tardó años en comprender que Román era un buen hombre, un buen padre y un buen esposo, que demostraba su amor con hechos porque las palabras no eran su fuerte. Y que las expectativas eran de lo peor, especialmente las que tenían relación con las personas y el amor. A veces eran tan grandes y perfectas, que nadie cumplía los requisitos.
Cada vez que pensaba en su hija pasaba lo mismo e Irene se encontraba sin querer, repasando en su mente como diría todo aquello, que como un tesoro guardaba en su corazón.
Desde el día en que entró a rehabilitación y como un complemento de su terapia, había comenzado un diario para su hija. Allí le contaba su historia sin quitar ni poner, para enseñarle que la vida era un camino de aprendizaje y solo los que aprendían avanzaban a la siguiente etapa. Algún día reuniría el valor suficiente y se lo daría
-¡Te diría que no te enrolles y vivas!. –sonrió al fin y reemprendió la marcha. –Y que si Dios me lo pidiera…daría la vida por ti.

III

Eran mas de las diez cuando llegó a la entrada del cité y abrió la puerta de su diminuta residencia. Una pieza de aproximadamente 5x5 donde había ubicado una cama de 1.5 plaza con un velador sin puerta, un antiguo sofá de dos cuerpos tapizado en terciopelo color burdeo y una mesita baja con cubierta de vidrio, dados de baja en el local de Ernesto, ocupaban la mitad de la habitación. Una mesa cuadrada y tres sillas de fierro que servían de comedor y una cocinilla de dos fuegos instalada sobre una pequeña mesa rectangular junto a un minúsculo lavaplatos, constituían el resto de sus posesiones.
Sin sacarse el abrigo, encendió el calefont y dejó correr el agua hasta que comenzó a salir vapor, entonces se desnudó desparramando su ropa de trabajo sobre la alfombra, para lavarla y quitarle el insoportable olor a humo después.
Conseguir una habitación con baño propio en aquel cité, fue un verdadero milagro. Pagaba el doble de arriendo que sus vecinos, pero el placer de darse una buena ducha en la privacidad de su pequeño reino, era un lujo al que le era imposible renunciar.
-¡Reminiscencias de tu pasado de alcurnia!. –decía burlándose su vecina, amiga y confidente Marieta.
A cuantas cosas renunció el día en que decidió correr tras ese delincuente del que se enamoró después de enamorarse de las drogas. A un marido que sin protestar se las había jugado para ayudarla a librarse de sus adicciones; las anfetaminas primero y la cocaína después, cuando el viaje al infierno ya tenía el boleto asegurado. A una hija de cinco años que no entendía de sufrimientos ni perdidas hasta el día en que perdió a esa madre ausente de humor oscilante, que al fin desapareció para siempre dejando tras ella, una estela de dolor y remordimientos. Deudas que su esposo demoró años en pagar para limpiar su nombre y soledad, esa que nace de la profundidad del corazón arrepentido y solo sana con tiempo y perdón.
Después de cinco años de desenfreno total, siguiendo los pasos del “español” como le decían sus clientes y de probar cuanta droga se puso en su camino, Irene se encontró de un día para otro, convertida en viuda, sin estarlo en verdad porque su esposo aún vivía.
Celebraban un buen negocio en compañía de unos narcos peruanos en un conocido restaurante de una caleta norteña. Irene había comenzado con varios pisco sour y su primera línea a las doce de ese día, después vino el tinto del almuerzo, otro jale, un ron con coca-cola, otro jale, otro ron y luego otro y otro hasta las cinco de la mañana cuando al fin se retiraron del local. Fue allí mismo, en la puerta del boliche que el español fue abatido a tiros por un desconocido que le disparó desde un vehículo en marcha. Fue una venganza dijeron las malas lenguas. Los peruanos desaparecieron como por arte de magia y la dejaron allí, con el cuerpo del español desangrándose inerte sobre su regazo. Sola, ebria y en un estado de aturdimiento total, gritó hasta quedar sin voz pero nadie llegó. A la mañana del día siguiente, una patrulla la encontró dormida sobre el cadáver del español, que yacía en un charco de sangre, vómito y excrementos.
Fue enviada a un centro de rehabilitación cerca de la capital hasta el día del juicio, donde fue demostrada su inocencia en el asesinato y dejada en libertad. Debería firmar y mantenerse alejada de las drogas durante un período de dos años. Fue Ernesto; el único amigo verdadero que consiguió en sus años de locura, quien la fue a buscar al centro el día en que salió, la acompañó en el juicio, le dio trabajo y la asiló en su casa hasta que pudo pagar algo propio.
-Eres buena mujer rucia. –le decía cariñosamente. –Si me gustaran las mujeres tanto como me gustan los hombres…tú serías la elegida.

IV

Apagó la ducha y se envolvió en una toalla con una reconfortante sensación de laxitud, dispuesta meterse a la cama en cuanto comiera algo. No probaba bocado desde la tarde del día anterior y después de una noche de trabajo intenso, se sentía hambrienta. Sentada en su minúsculo comedor tomando una taza de té caliente muy cargado, encendió mecánicamente el televisor para sentirse más acompañada. Le gustaba escuchar las recetas de cocina y los chismes faranduleros que la distraían un poco del sonido de sus pensamientos, casi siempre sombríos.
–Este es sin duda… ¡un hecho histórico!. –dijo el reportero gratamente sorprendido mientras en la pantalla mostraban imágenes del acontecimiento que simultáneamente se desarrollaba en diversos puntos de la capital. - Los pingüinos marchan por las calles de las principales ciudades del país en un masivo acto de protesta que busca reformar la educación en Chile. –después de entrevistar a un par de individuos que se habían quedado viendo la protesta, el periodista agregó a modo de cierre. -¿Quién dijo que los jóvenes de hoy son abúlicos?.
¿Estaría también su hija enarbolando una pancarta de protesta, por las calles de la ciudad?. –se preguntó Irene, emocionada de imaginarla comprometida y luchadora, soñando con cambiar el mundo.
-Yo también quise cambiar el mundo y no pude. –pensó con nostalgia y buscó en el cajón el diario para escribir un par de líneas antes de dormir. Era un grueso y ajado cuaderno universitario al que había ido agregando hojas, recortes y recuerdos que en algún momento le parecieron importantes. Escribir se había transformado con los años en una terapia sanadora que la liberaba y le ayudaba a superarse, dejando constancia de sus errores y aprendizajes. Vomitar sobre el papel era sin duda, mejor que hacerlo sobre si misma y no ensuciaba.
Aunque se había prometido nunca releer o intentar cambiar lo previamente escrito, sintió el impulso de leer una de las primeras páginas.
“Los padres de Román nunca me aceptaron del todo y estuvieron en total desacuerdo con nuestro apresurado matrimonio. Insistían en nuestras diferencias sociales y de educación, convencidos de que tarde o temprano crearían una brecha entre nosotros. Debo reconocer y lo digo con vergüenza que con mi erróneo proceder, me encargué de darles la razón. En los momentos más críticos de mi enfermedad, (¡Que gentil soy, al llamar así a mis adicciones!), llegué incluso a robar joyas de mi suegra y cheques de mi suegro para financiar mi vicio. Hice escándalos en su casa, en sus fiestas y los convertí en comidillo del barrio el día en que salí desnuda a jardinear…¡En el patio delantero!. Aunque vivíamos con ellos mientras Román se afirmaba en su trabajo, después de esa escena tuvimos que arrendar algo y cambiarnos de casa. En ese tiempo, yo ya estaba embarazada y mi mayor temor era que nacieras con alguna malformación por mi culpa. Cuando el médico te puso en mis brazos y comprobé que eras absolutamente normal, lloré como una magdalena y di gracias a Dios por ese milagro. ¡Ese día prometí dejar las drogas!. Desgraciadamente, mi abstinencia duró solo dos años y terminó como ya sabes, tres años después. Lo que más me duele es reconocer que Román dejó a su familia por mí. El puso su corazón en mis manos y yo lo destrocé”.
-Mi pasado siempre estará allí para recordarme lo mala que fuí. –pensó con un nudo en la garganta cerrando el cuaderno sin deseos de escribir.
Golpes en la puerta la trajeron de vuelta a la realidad y antes de abrir limpió su cara húmeda de lágrimas. Era su amiga Marieta, dueña del único teléfono público del cité, instalado en una improvisada cabina en la entrada de su casa.
-Tienes una llamada…- mirándola con preocupación agregó. –Parece que es…tu marido y parece urgente.
-¿Román?. –preguntó incrédula. –El no sabe como ubicarme… -afirmó segura pero de pronto recordó.
Dos semanas atrás había divisado a Román en el centro y aunque sintió que le flaqueaban las piernas y la invadía el pánico, cruzó la calle y apuró el paso para no toparse con él.
A media cuadra de su casa, alguien tocó su hombro.
-¿Irene..eres tu?. –preguntó Román titubeando.
Ella quiso correr pero sus piernas no respondieron y quedó allí como una estatua, con el rostro encendido y el corazón explotando en su garganta.
Sintió vergüenza de su ropa, su piel ajada y el mal aspecto de su cabello. Miró el suelo y guardó silencio, avergonzada.
-Solo dime…donde vives. –pidió él levantando su mentón con delicadeza para mirarla a los ojos. –Si quieres…Podríamos venir a verte…
-¡No…eso no por favor!. –suplicó ella. –Prefiero que recuerde los buenos años si es que hubo alguno y olvide lo demás…No soy un buen ejemplo para una adolescente.
Román le mostró algunas fotos que llevaba en su billetera e Irene lloró. Ella lucía algo pálida pero feliz, como si nuca le hubiera faltado una madre.
-Lo has hecho bien. –dijo ella antes de despedirse. A regañadientes le había dado el número telefónico de Marieta.
Sin tiempo de vestirse puso un chal sobre sus hombros desnudos y corrió al teléfono presagiando una desgracia.
-¿Aló…eres tu Román?. –preguntó temerosa y luego gritó. -¿Mi niña?...¡Por Dios mi hija no, mi hija no!. –Irene sintió como si el dolor la acuchillara y una bomba explotara en su interior, entonces gritó.
Marieta que estaba en el patio colgando ropa, la oyó gritar y corrió a ver lo que ocurría. Alcanzó a verla cuando lanzaba lejos el teléfono, se tapaba la cara con las manos y lanzaba un grito que más parecía el aullido de un animal herido. Después se desplomó como el día en que cayeron las torres gemelas. El chal cayó de sus hombros y la toalla que cubría su cuerpo se soltó. Irene quedó tendida sobre el frio piso de baldosas, desnuda y encogida, con un rictus de dolor en sus labios.

V (PALOMA)

Aunque ser deportista y destacarse en la pista de atletismo como su padre, era su secreta fantasía, Paloma se había conformado con brillar en las aulas. De un tiempo a esta parte, se cansaba con facilidad y buscaba mil pretextos que al profesor le parecieran creíbles, para faltar a las clases de educación fisica o al polideportivo que se hacía por las tardes.
Ser elegida entonces, como presidenta del centro de alumnos de su colegio fue la cosa más natural del mundo y aunque era una gran responsabilidad, tener la posibilidad de liderar a sus compañeros e incitarlos a luchar por sus ideales, bien valía el esfuerzo. Paloma era apasionada y revolucionaria por naturaleza.
Aquel año habían planificado diversas actividades organizadas por el centro de alumnos, pero ese día en particular, estaba entusiasmadísima...La reunión en el INJUV había sido un éxito y la protesta de los estudiantes fijada para el día 30 de mayo, era un hecho.
Los celulares no descansaban desde ayer enviando y recibiendo mensajes para coordinar con alumnos de otros colegios, los últimos detalles.
Caminarían hasta el centro de la ciudad o llegarían al punto acordado caminando por la carretera en ordenados bloques. ¡Nada de violencia ni desorden!, ¡cada presidente se responsabiliza por los alumnos que le acompañan!, ¡todos con uniformes!. ¡Las instrucciones habían sido claras y precisas!...Los alumnos que quisieran participar en la protesta, no podrían entrar al establecimiento esa mañana.
Paloma un poco ansiosa por el éxito de la empresa veía con pesar, como muchos de sus amigos que se habían comprometido a participar, eran obligados por sus padres a ingresar al colegio. Otros simplemente, actuando con su acostumbrada indolencia la miraban y seguían de largo ignorándola.
Pese a la aprehensión de Paloma respecto a la postura que la dirección del colegio adoptaría frente al paro, el rector nostálgico de sus años de juventud, contagiado del espíritu de lucha y confiado en la madurez de la joven aceptó la participación de los alumnos en el paro y les ofreció su apoyo a la iniciativa. Antes hizo prometer a la muchacha que cuidaría de sus compañeros.
-No se preocupe.-le tranquilizó Paloma antes de partir pensando que todo saldría bien.
-¡Este será un hecho histórico!.- gritó a los niños con el puño en alto cuando el bloque caminaba ordenadamente hacia la transitada calle, previamente cerrada por carabineros y que los llevaría al lugar acordado. ¡Plaza Buenos Aires!...¡Allá vamos!.
A medida que la masa de estudiantes avanzaba por la principal avenida que conectaba la ciudad de punta a cabo, más y más colegios se adherían al paro. Desembocando desde calles laterales y ataviados con el uniforme que distinguía a su establecimiento, los estudiantes acudían al llamado del Injuv. Los de colegios particulares y subvencionados marchando juntos, unidos por un mismo ideal...¡ser escuchados!, conseguir rebajas en el pase escolar, la inscripción para la PSU y demostrar que no eran esa juventud indolente que los adultos creían.
Eran cerca de las once del día cuando finalmente llegaron a la plaza Buenos Aires y Paloma se encontró con asombro, rodeada por más de 2000 jóvenes que animadamente entonaban cantos, mientras luchaban por un lugar donde acomodarse cerca de sus amigos.
La muchacha grabó la imagen en su retina y se sintió orgullosa de participar de un acto memorable que quedaría impreso en la historia de Chile.
Fue entonces que ocurrió...El caos partió en el extremo norte de la plaza donde se habían ubicado los últimos colegios, provenientes de las zonas conflictivas de la ciudad. Algunos encapuchados prendieron antorchas y armados de piedras emprendieron el ataque contra las ventanas y vitrinas cercanas.
Los carabineros alertados sacaron sus lumas y corrieron al lugar donde se había originado el motín. La apretada multitud comenzó a dispersarse y cada cual corría por su lado sin preocuparse de los demás
Paloma había prometido al director proteger a sus compañeros y rápidamente organizó la retirada. Entre gritos y señas consiguió reunirlos a un costado de la plaza donde la situación se veía mas despejada. Solo Mateo no aparecía y preocupada comenzó a buscarlo.
-¡Mateo, Mateo!.- repetía en su mente, mientras lo buscaba entre la multitud.
Fue entonces que lo vio, envuelto en una acalorada discusión con un grupo de jóvenes que no parecían precisamente pacíficos. Intentó avanzar, pero la multitud apretada no la dejaba y con desesperación veía, como la discusión se transformaba en pelea y Mateo, conventillero por naturaleza lanzaba los primeros golpes con el rostro congestionado por la excitación. A Paloma le aterraban las peleas de hombres, así es que a empujones se abrió paso y corrió para tratar de evitarla. A medio camino en medio de la turba de jóvenes que corría descontrolada amenazando con pisotearla, la muchacha se detuvo para respirar. Sentía una opresión en el pecho y le faltaba el aire.
Desde el otro extremo de la plaza, otro muchacho algo mayor, con cara de pocos amigos observaba la misma escena y con paso decidido caminaba en la misma dirección de Paloma, apretando algo en el bolsillo de su parka.
Estaba a solo dos cuerpos de su amigo y sin pensarlo dos veces, la muchacha se lanzó sobre el grupo dispuesta a evitar la tragedia, pero para mala suerte tropezó y cayó sobre el joven que se dirigía a defender a su hermano, trenzado a golpes con Mateo.
Al intentar incorporarse, sintió un intenso dolor en el pecho que la tumbó y desde allí, tendida en el suelo, medio mareada y con una dulce sensación de abandono que lentamente la invadía, vio como el grupo finalmente se dispersaba y solo Mateo, con la boca abierta y los ojos desorbitados la miraba como petrificado.
-¡Una ambulancia…que alguien llame a una ambulancia!.-lloraba el joven abrazando el cuerpo inerte de su amiga que rápidamente se enfriaba sobre el pavimento.
-Mateo..-dijo ella en un susurro. –Quiero a mi mamá…por favor llama a mi mamá. -Después sonrió y se desmayó mientras la polera blanca del uniforme, se iba tiñendo de rojo.

VI (ROMAN)

Román estaba en una reunión con el directorio de la empresa y su secretaria entró como un torbellino a la sala sin siquiera golpear.
-¡Ivonne!. –dijo él contrariado. –Estoy a mitad de una reunión.
-¡Es importante señor, es importante!. –atinó a decir sin poder contener el llanto y se acercó a su jefe para hablar en su oído.
-¿Cuándo…como?. –preguntó Román con el rostro congestionado mientras tomaba su chaqueta del respaldo del asiento.
-Acaban de llamar del colegio…La llevaron al hospital regional. –respondió ella guardando aprisa en el maletín, los papeles que habían quedado regados sobre la mesa.
-¡Disculpen, disculpen…mi hija sufrió un accidente!. –dijo mecánicamente dirigiéndose al resto de los asistentes que le miraban como hipnotizados sin saber que decir y agregó. -¡Mi agenda Ivonne, por favor mi agenda…necesito llamar a alguien!. –agregó antes de tomar el ascensor con el rostro desencajado.
Sin saber como, condujo hasta el hospital y dejó el auto botado en la entrada de emergencias por donde entraban las ambulancias, sin fijarse en las señas que le hacía el guardia para que retirara el vehículo.
-¡Paloma Marambio!. –inquirió desesperado a la primera enfermera que apareció en el amplio hall de espera. -¡Soy su papá!.
-¡Ahh!...La lola de la protesta…-respondió ella muy seria y tomándolo del brazo agregó. –Está por aquí…venga conmigo.
Estaba en un minúsculo box que se separaba del resto de la sala de emergencias, solo por una cortina que abrían y cerraban a cada instante.
La tenían tendida en una camilla con el torso desnudo envuelto en vendajes, un grueso tubo saliendo de su boca y conectada a varios aparatos cuyos monitores emitían monótonos zumbidos.
Román tomó su mano y acercó su rostro al de Paloma para sentir su aroma una vez más y humedecerlo con sus lágrimas de padre doliente y extraviado.
-¿Quién fue… el que hizo esto?. –preguntó al médico que entró en ese momento y pasando del dolor a la rabia, agregó entre sollozos. –¡Supongo que el delincuente que apuñaló a mi hija… está detenido!.
-Su hija…no fue apuñalada. –respondió el profesional mirándolo con incredulidad. - La herida que el joven le provocó era superficial y ya fue suturada. El problema de su hija fue otro… ella sufría de una miocardiopatía…
-¿Miocardiopatía…que es eso?. – preguntó atónito sin dar crédito a lo que estaba escuchando.
-En palabras simples, se podría decir que su corazón estaba dilatado…¡Más grande de lo normal!. Es una malformación congénita que en algún momento, hace crisis y hoy fue su día.
-¿La revisó algún cardiólogo…Cuál es el pronóstico?. –preguntó un poco más calmado.
- Yo soy el cardiólogo a cargo. –respondió el médico con seriedad y mirándolo directamente a los ojos, agregó con sincera compasión. -Si ella no recibe un trasplante de corazón con urgencia…
-¡Con cuanto tiempo… contamos?. –preguntó Román, paseándose como poseído dentro del estrecho cubículo.
-La verdad…horas. –respondió tajante.
-¡Doctor venga...algo muy extraño está ocurriendo!. –se asomó una de las enfermeras por la cortina entreabierta que separaba a Paloma del box que estaba a su derecha. -La paciente que sufrió el aneurisma… sus signos vitales… ¡están revolucionados!.
El médico abrió la cortina para pasar rápidamente y Román sin querer, desvió su mirada hacia la mujer que yacía inmóvil en la camilla.
-Esa mujer… -dijo estupefacto y caminó hacia ella, mirando su perfil como hipnotizado.
-¡Señor no puede pasar!. –dijo la enfermera decidida a cerrar la cortina para impedirle el paso.
-Irene…Irene. –continuó avanzando, haciendo caso omiso de las amenazas de la enfermera.
-¡Señor!…solo los parientes pueden…entrar. -insistió la enfermera furibunda.
-Soy…su esposo. – Román estaba paralizado mirando a la mujer que yacía en la camilla y sin pensarlo acarició su mejilla y estrechó una de sus manos. –Ella es…la madre de Paloma.
-Aún no hemos podido ubicar…a ningún otro pariente. –repuso la mujer perpleja mirando alternativamente a Román y al médico que no entendía lo que estaba ocurriendo. –Solamente está… la vecina que la trajo esta mañana.
-No tiene. –respondió Román con tranquilidad concentrado en los rasgos de Irene que parecían irradiar una luz sobrenatural. –Sus padres murieron en un accidente cuando estaba embarazada de Paloma…Ella era hija única.
Como si ese instante justificara toda su existencia y la razón de su milagrosa espera, estuviera en una camilla a escasos metros de la suya, Irene infló el pecho en una inspiración profunda que pareció de alivio después de un día intenso. Después apretó la mano de Román y esbozó algo parecido a una sonrisa que inundó su rostro de paz, antes de dar un último suspiro y dejar de existir.
-¿Tiene como demostrar lo que acaba de decirme?. –preguntó el médico mientras discaba un número en su celular.
-Por supuesto. –respondió él, embebido en el rostro de Irene que lucía sereno y hermoso como el día en que la conoció.
-Entonces…debe tomar una decisión ¡Ahora!. –sin perder un instante, el médico abrió la cortina que separaba las camillas de madre e hija y llamó a la enfermera en jefe de la sala. -¡Que preparen el pabellón…Tenemos un donante para Paloma!.

VII

Después de cerrar el pequeño apartamento y entregar las llaves a Marieta, Román y Paloma salieron del oscuro cité. Afuera el sol brillaba y el cielo despejado con su azul soberbio, lanzaba destellos luminosos desde el océano. El aire era limpio y una suave brisa primaveral traía hasta sus narices, ese aroma marino tan añorado por aquellos nacidos en la costa.
-Vamos a tomar un taxi. –dijo Román arrastrándola calle arriba.
-Prefiero caminar…¡ya no temo cansarme! –respondió resuelta. –Ahora que mi mamá…finalmente esta conmigo…- apretando el diario de Irene contra su pecho, Paloma tomó la mano de su padre y dijo: -…Quiero recorrer sus calles y conocer a sus amigos…¡Especialmente a ese tal Ernesto!. –sonriendo apenas, mientras una lágrima amenazaba con escapar le preguntó: -¿Me acompañas?.

FIN

1 comentario:

  1. Puchas amiga que lindo escribis, vas a tener que publicar esto, es muy bueno. Ya leí todo, me encantaron todos pero este me conmovio el alma.YO.

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